1Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan su hermano, y los llevó aparte a un monte alto;
5Mientras él aún hablaba, una nube de luz los cubrió; y he aquí una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd. Mateo 17:1, 5 (RVR1960)
Al meditar en esta reunión de Jesús junto a tres de sus “Talmidm” (discípulos), en el llamado monte de la transfiguración, somos persuadidos de la necesidad de buscar a Dios en oración (Lc.17:28). En el monte alto de la oración, solos con Cristo o en comunidad, podemos ver la gloria de Dios manifestarse en nuestros corazones, capacitando nuestros oídos espirituales para escuchar Su voz y dejarnos ser transformados por Él.
La metamorfosis del discípulo empieza cuando él entiende que Cristo y solo Cristo es la referencia de ser humano que debemos pretender ser. Jesús es aquél que siendo Dios se humilló para ser siervo y como siervo se hizo hombre (Fl.2:6,7), cumpliendo así la voluntad de Dios. La epifanía presenciada por Pedro, Jacobo y Juan, cuando entran en escena Moisés y Elías, está intencionadamente calculada por Dios para enseñar a estos discípulos que Cristo está por encima de la ley y los profetas.
Cuando Pedro, todavía influenciado por una mente fundamentalista y religiosa, sugiere a Jesús hacer 3 tiendas, una para cada “profeta”, donde Cristo sería uno más de ellos, Dios irrumpe en escena con una afirmación categórica: “Este es mi hijo amado, en quién tengo complacencia; a él oíd”.
No hay otra referencia, no hay otra persona, no hay tradiciones sea del tipo que sea que sustituyan a la persona de Cristo como un maestro a ser oído, imitado y seguido. Cuando oímos a Jesús, cuando nos pegamos a él como “lapas”, la transformación es inevitable y pasamos a ser hombres y mujeres en quienes Dios se complace, y que prosiguen inquebrantables hacia la meta (Fl. 3:14).
La experiencia del monte de la transfiguración nos invita a dejar a un lado nuestro propio concepto de Dios para conocerle tal como lo describe Su palabra, en la comunión proporcionada por la oración y en la comunión con los hermanos. De modo que al subir regularmente con Jesús al monte, podamos ver Su gloria manifestada en rostros verdaderamente convertidos a Dios, que brillan por la alegría de Su presencia y que reconocen que es la obra de Cristo en la cruz del Calvario, quién los redime y los transforma en verdaderos testigos enviados a plantar y a cosechar vidas para el Reino de Dios.
Los discípulos somos el rebaño y Cristo es nuestro buen pastor. Él nos dice en Juan 10:27-28:
27 Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen,
28 y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.
Por Joel Martins
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